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Tecnología y poder: cómo evitar una 'ciberguerra' global (de la que no escaparás)

Sin democracia ni transparencia, cualquier política ejercida mediante un poder delegado y concentrado en pocas manos actúa como una plaga de termitas: mina las estructuras de la sociedad desde su interior, la debilita y la corrompe.
 
La solución pasa por un empoderamiento ciudadano llevado hasta sus últimas consecuencias. En la actualidad se dan múltiples circunstancias, más que propicias, que lo justifican.
 
Internet, la red global, es la herramienta más potente jamás creada por el hombre. Como tal herramienta, es un arma de doble filo, una moneda de doble cara, de acuerdo con el uso que pretendamos darle. La inteligencia colectiva, aplicada a una sociedad global democrática y libre, puede abrirnos las puertas a la edad más próspera que nuestra civilización haya conocido jamás. En cambio, la manipulación de nuestras mentes y el (mal) uso de nuestras herramientas de comunicación cotidianas bajo controles totalitarios también podría convertirnos en esclavos de un moderno sistema de corte fascista que nos sumiría en un retroceso histórico de varios siglos, sólo comparable con la era sombría que sufrió la Humanidad durante la Edad Media.
 
Nos encontramos en esta encrucijada histórica, cuyo resultado final dependerá de cómo sepamos hacer fructificar nuestro esfuerzo colectivo como ciudadanos, en forma de activismo ejercido en múltiples frentes, para salir victoriosos en una guerra –tan silenciosa como decisiva– que se está librando hoy ante nuestros ojos, y de la que ya ninguno podemos escapar. Nuestra identidad digital forma parte indisoluble de las piezas de este tablero. Para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada, nos dejó dicho Edmund Burk. Nos han educado en una extraña concepción dualista del bien y del mal como términos absolutos, cuando quizá sólo se trata de una mera perversión de la inteligencia. El bien o el mal no son sino formas de uso, resultados de una acción o de las intenciones de un sujeto; no hablamos propiamente de una cualidad innata del ser humano. El hombre no es bueno ni malo por naturaleza, sólo aprende a comportarse de cierta forma empujado por la hostilidad de su entorno y por su educación.
 
Esta batalla no es, pues, una lucha de los buenos contra los malos. La tecnología distribuye el poder entre los individuos y permite practicar la inteligencia colectiva Las generaciones actuales nos estamos jugando nuestro futuro como especie. No podemos permitirnos errores. Tecnológicamente hablando, tenemos en nuestras manos más poder del que nunca hubiéramos imaginado. Por vez primera, podemos optar por poner toda esa potencia al servicio del bien común (aunque fuera mirando por nuestro propio beneficio individual), o bien someterla a nuestra vanidad y egoísmo, y emprender así un camino seguro e irreversible hacia la autodestrucción.
 
El empoderamiento a través de la tecnología implicará un poder distribuido entre los individuos que hará posible, de forma inédita en la evolución humana, ejercer una auténtica inteligencia colectiva sobre cualquier dominio del conocimiento y simultáneamente sobre cualquier punto del planeta. Asumirlo como ciudadanos supone ser conscientes de la gran responsabilidad que supone este uso por cada uno de nosotros.
 
¿Estamos preparados para ejercer ese inmenso poder y encauzarlo adecuadamente? ¿Estamos educando a las nuevas generaciones de nativos digitales para valorar en su justa medida un patrimonio tecnológico nunca antes manejado, para defender un legado de incalculable valor como es el conocimiento humano, tan complejo de abordar y al mismo tiempo tan frágil de conservar?
 
El uso efectivo de la tecnología supone un trasvase de poder real hacia los ciudadanos, que gestionan libremente sus propias decisiones sin necesidad de delegarlo todo en sus gobiernos. En este contexto, los modelos de gobernanza tradicional entran en crisis. No es posible gestionar la compleja sociedad de la información del siglo veintiuno con normas de gobierno ancladas en el siglo XIX. Muchas jerarquías se muestran vacías de sentido ante los nuevos esquemas horizontales que está exigiendo nuestra nueva sociedad, autosuficiente y distribuida en red.
 
Ahora, la información fluye en tiempo real y facilita resolver problemas que antiguamente dependían de complejos procesos burocráticos. En esta nueva realidad, un poder concentrado en pocas manos es incompatible con el ejercicio de la inteligencia colectiva. Y sin ella, la sociedad ya no se sostiene. Por eso es tan peligroso que deleguemos ese poder en quien no ofrece garantías de saber usarlo de forma responsable. Sólo es posible delegarlo en quien se someta a un control colectivo permanente. El vigilante debe ser vigilado en cualquier momento. Sus acciones han de ser públicas y transparentes. El poder debe ser transparente y ha de estar sometido al control colectivo.
 
¿Cuál será, pues, el camino? Bastará con que seamos sanamente inteligentes, honestos y generosos... y desterremos de una vez ese egocentrismo que nos ha caracterizado a los humanos en todas las etapas de nuestra historia y nos sigue dominando en el presente. En realidad, no somos nada si no es a través de nuestra relación con un entorno sostenible y con nuestros objetivos como especie, supuestamente inteligente. Como personas, formamos parte de un sistema complejo, de un gran ecosistema cuya naturaleza real se nos escapa. De ningún modo podemos considerarnos dioses ni procede seguir creyéndonos –por un minuto más– el centro del universo.
 
Quizá la luz del conocimiento conlleva para nosotros un gran riesgo, y es su capacidad de deslumbrarnos hasta cegarnos y confundirnos. Urge, por tanto, que los poderosos que anhelan controlar nuestro mundo, y cuyas aspiraciones se mueven únicamente por una absurda necesidad de saciar su ambición infinita, entiendan esto cuanto antes. Su poder no tiene ningún valor, de nada sirve, si no es para ponerlo al servicio de la sociedad en su conjunto. Estos individuos están razonando todavía con una mentalidad propia de las cavernas. Por ello, deben empezar a comprenderlo antes de que sea demasiado tarde también para ellos. Y en caso de que no estuvieran dispuestos a abrir sus mentes ante razonamientos tan simples y obvios, de algún modo tendremos que lograr –entre todos– que así lo entiendan; que desistan de su ciega y desmedida codicia, y entierren para siempre sus armas letales para el mundo. No parece que haya otra salida.
 
Si toleramos ser vigilados en secreto, estaremos aceptando que puedan perseguirnos, arrebatarnos la tecnología, el conocimiento e incluso la capacidad de comunicarnos Si toleramos ser espiados y sometidos a una vigilancia silenciosa, en consecuencia aceptaremos que nos sometan a un seguimiento permanente, a una persecución infundada, que nos arrebaten el control sobre una tecnología que nos pertenece, sobre nuestra posibilidad de compartir conocimiento libre e incluso sobre nuestra capacidad misma de comunicarnos. He ahí la disyuntiva: ser libres, como nunca antes lo habíamos sido, o sucumbir ante un régimen que ampare la mayor esclavitud de la historia. La balanza pende ahora sobre una fina línea. Si somos capaces de apreciarla con claridad, podremos lograr que se decante hacia el lado correcto. Aún podemos. Ocupemos legítimamente nuestros espacios de comunicación en las redes y jamás renunciemos a ellos.
 
Construyamos una red segura y a la vez abierta. Transparente y no opaca, fiel reflejo de los valores de esta nueva sociedad que queremos habitar, que ya estamos habitando, sin que nadie pueda impedirlo. Indignémonos ante cualquier abuso y pasemos inmediatamente a la acción organizada. Defendamos nuestro territorio con dignidad y hagamos posible que nadie pueda alterar unilateralmente unas reglas colectivamente acordadas. Hagámoslo por el bien de cada uno de nosotros.
 
Atribuyen a Benjamín Franklin, padre de la independencia estadounidense, aquella afirmación de que quien sacrifica la libertad por la seguridad, no merece ni la una ni la otra. No podemos acreditar que realmente lo dijera, pero encajaría muy bien con su pensamiento, allá por finales del siglo XVIII. Me planteo si en la actualidad un presidente como Barack Obama, "amonestado" recientemente por el creador de Facebook, la mayor red social del mundo, aún estuviera a tiempo de hacer suya aquella misma idea y, con ello, salvar al mundo –aunque sólo fuera momentáneamente– de las torpes garras de la sinrazón que ensombrecen esta Edad de Oro del conocimiento que denominamos sociedad de la información, aldea digital o era post-industrial.

 

Este artículo también está disponible en inglés en Medium.com

This article is also available in English at Medium.com: “Technology and authority: how to avoid a global 'cyberwar' (which you cannot scape)”
 

Imágenes: Stock Free Images | Getty Images.
 

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